Tenía él uno de los trabajos más interesantes que he
conocido. Se dedicaba a vender antigüedades de lujo: Pañuelos de Hermès de los
40, baúles de Louis Vuitton de los 30 y joyas de las 20. Tenía sus contactos
que le suministraban productos, tipos extraños, más propios de una carnicería o
un pub que de tratar con los mejores cueros y sedas del siglo.
Luego él, después de estudiarlos y asegurarse de su
autenticidad, los adquiría y se los ofrecía al mejor postor. A menudo a casas
de subastas especializadas (pues Christies no acepta productos de un valor
inferior a 1000 libras) , a veces a alguna lady de Kengsinton o Knighstbride, y
excepcionalmente a alguna fashionista nueva rica oriental. Aunque estas
últimas, no solían apreciar el valor de las antigüedades, especialmente cuando
podían comprarse algo nuevo que resultaba más barato.
Cuando yo le conocí llevaba algún
tiempo guardando un elegante baúl de Louis Vuitton de cuando los viajes se
hacían en condiciones, existían mozos para llevar el equipaje, y el cajón para
los pañuelos de caballero era algo sencillamente indispensable. A causa de su tamaño resultaba
algo difícil de vender. A él no le preocupaban tonterías tales como encontrar
un buen hogar para aquellas joyas. Sus fines eran puramente comerciales. Por supuesto
su corazón no hubiese resistido ver un carré como trapo para fregar pero sin
llegar a esos extremos, cualquiera que apreciara su valor, y más importante
aún, estaba dispuesto a pagar el precio, era suficientemente digno.
A veces se daba el caso de que las transacciones se
realizaban a la inversa: clientes le pedían que adquiriera discretamente un
broche de diamantes y ópalos o le buscara un Birkin burdeos de los 80. Tales
casos solían ser más raros y era habitual que rechazara esos trabajos más
detectivescos y optar por servicios más simples.
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Y no me cae bien la Duquesa de Windsor, que quede claro.