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Un oficio particular

Isabel II con bolsas

Tenía él uno de los trabajos más interesantes que he conocido. Se dedicaba a vender antigüedades de lujo: Pañuelos de Hermès de los 40, baúles de Louis Vuitton de los 30 y joyas de las 20. Tenía sus contactos que le suministraban productos, tipos extraños, más propios de una carnicería o un pub que de tratar con los mejores cueros y sedas del siglo.

Luego él, después de estudiarlos y asegurarse de su autenticidad, los adquiría y se los ofrecía al mejor postor. A menudo a casas de subastas especializadas (pues Christies no acepta productos de un valor inferior a 1000 libras) , a veces a alguna lady de Kengsinton o Knighstbride, y excepcionalmente a alguna fashionista nueva rica oriental. Aunque estas últimas, no solían apreciar el valor de las antigüedades, especialmente cuando podían comprarse algo nuevo que resultaba más barato.

Cuando yo le conocí llevaba algún tiempo guardando un elegante baúl de Louis Vuitton de cuando los viajes se hacían en condiciones, existían mozos para llevar el equipaje, y el cajón para los pañuelos de caballero era algo sencillamente  indispensable. A causa de su tamaño resultaba algo difícil de vender. A él no le preocupaban tonterías tales como encontrar un buen hogar para aquellas joyas. Sus fines eran puramente comerciales. Por supuesto su corazón no hubiese resistido ver un carré como trapo para fregar pero sin llegar a esos extremos, cualquiera que apreciara su valor, y más importante aún, estaba dispuesto a pagar el precio, era suficientemente digno.

A veces se daba el caso de que las transacciones se realizaban a la inversa: clientes le pedían que adquiriera discretamente un broche de diamantes y ópalos o le buscara un Birkin burdeos de los 80. Tales casos solían ser más raros y era habitual que rechazara esos trabajos más detectivescos y optar por servicios más simples. 

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Y no me cae bien la Duquesa de Windsor, que quede claro. 

Wallis Simpson LV

El mechero de Dupont

Todo empezó con el mechero Dupont. 
Había leído sobre él en algún lado, probablemente en algún Vogue de la peluquería. Ella era una “fashionista” por supuesto, pero no veía ningún sentido en gastarse 10 euros mensuales en revistas. Compraba la Elle a veces y muy de vez en cuando el Vogue, porque claro, era Vogue y había que leerlo, o al menos decir que se leía. 
 El mechero había llamado su atención en el momento, pero lo había dejado aparcado en su memoria hasta esa tarde. No sabía por qué pero no había dejado de fantasear con él. Se trataba de un sencillo encendedor de oro ligeramente rosado con un efecto granulado. Resultaba gracioso porque ella no fumaba, pero aún y todo lo quería. Estaba convencida de que su vida sería mejor que ese mechero. ¡Tenía que serlo! 
 Juguetearía con él mientras al tiempo que miraría a su interlocutor de forma enigmática. Como las protagonistas de las películas francesas de los años 70. Le encantaban esas películas, con sus vestiditos y su colorines. Por supuesto no había visto ninguna de esas películas entera, pero era normal, se excusaba con ella misma: resultaban un aburrimiento. Le gustaba pensar que esas películas no estaban hechas para ser vistas como otras películas, eran películas “inspiracionales” como decía a sus amigas, a las que tachaba de incultas.
 Siguiendo esa línea de pensamiento, acabó en Paris. Pensó en lo estupendo que sería pasearse con un abrigo beige, su mechero y unas enormes gafas de sol mientras comía un croissant. No había oído hablar de los macarons, de haberlo sabido, los hubiese cambiado por el croissant. Había llamado a su “cari” y le había sugerido que se fueran a Paris un fin de semana. Sería tan romántico... Tanto arte, tanta belleza y romanticismo. Bueno, no irían a los museos porque a fin de cuentas, ahí solo disfrutaban los intelectuales, y ellos se aburrirían entre tantos cuadros y esculturas rotas. A Louvre si que irían, para sacarse una foto delante de la pirámide de cristal donde se rodó El código DaVinci, pero sin entrar.
 Para comer, se conformarían con algún MacDonalds, ya que, al final, una hamburguesa era mucho más comida que la “comida elegante” y sobre todo, más barato.Tendrían que ir a la torre Eiffel, para sacarse fotos con su “cari” y podérselas enseñar a sus amigas. Le convencería para que le comprara una rosa y así sería más romántico aún. Siguió pensando que, si ponía las fotos en blanco y negro, saldrían mucho más “parisinas”.Después se sentarían en un café típicamente francés y pediría un café mientras sacaba el mechero del bolso. Puede que incluso la confundieran con una auténtica francesa. Aunque eso sí, esperaba que el camarero supiera hablar español, porque tanto ella como su “cari” andaban algo justos de idiomas. A lo sumo un poco de andaluz o español con acento catalán para cuando iban a Barcelona. Tenían mundo, pero no tanto. 
 Sí, un mechero Dupont le cambiaba la vida a una chica. Aunque ella no se gastaría ni loca los doscientos euros que costaba. Seguro que en esa tienda donde había encontrado esa cartera de Louis Vuitton tan ideal, encontraba algo parecido.