- Un hombre que no sabe planchar sus camisas está predestinado al fracaso - pensó ella mientras colgaba la ropa.
Aquel mínimo detalle hizo que no sintiera la lástima que solía sentir por él.
Sacudió una de las camisetas para quitarle las arrugas de la lavadora y la colgó junto a un par de calcetines blancos y unos calzoncillos gastados.
Vio que la camiseta tenía un agujero y maldijo en silencio por tener que remendarlo luego.
La cuestión era, volviendo al pensamiento de la camisa, que él siempre se quejaba de lo dura que era su vida: las horas que trabajaba, lo incompetentes que eran sus compañeros, su empresa, todo. Siembre había un motivo de queja preparado en su boca.
¡Cómo si ella no tuviera suficiente problemas! Su vida también era dura, quizás más que la suya, aunque él no fuera capaz de verlo.
En ese mismo instante sus piernas a penas la sujetaban, como consecuencia de pasarse una hora de pie en el metro abarrotado. Y sin embargo, ahí estaba. Haciendo su trabajo y sin que una mapa palabra saliera de su boca.
Al principio creía en lo que él le decía. No eran quejas infundadas, pero el simple detalle de las camisas le hizo replanteárselo. Alguien que no se preocupa de planchar sus camisas denota una falta de interés por su apariencia, por los pequeños detalles.
Aplicando esa observación a su trabajo ¿cómo se comportaría en realidad? Puede que el motivo de su estrés o de las horas que tenía que meter en la oficina no se debieran más que a él.
Entonces sonrió con condescendencia. Él, tan dado a repartir consejos no solicitados y a solucionar con tanta facilidad las vidas de los demás, tal vez debiera seguir sus propios consejos.
Una vez más se reafirmó en lo que siempre había pensado: aunque él lo creyera así, no estaba por encima suyo, si acaso, por debajo.
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