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Perfume de playa





Cada persona tiene un olor particular. Más suave, más fuerte.
Mezcla del olor personal y de perfumes externos, pero al final cada mezcla es única.
Como una huella dactilar.
En ocasiones incluso es posible reconocer a alguien únicamente por su particular esencia.
Los amantes lo saben bien.
Tenía él un olor muy poco común: olía a playa.
Se trataba de un aroma relativamente fácil de copiar. 
Unas notas de salitre, crema solar y, en ciertos casos, un toque sutil de parafina. No obstante, al final se queda en eso, una copia.
Él era distinto. Olía a arena, a toallas apelmazadas y a rayos de sol sobre la piel.
No era sólo un perfume propio o poco corriente. Era también evocador. Al menos para todos aquellos que saben lo que es pasar un verano entero en playa, día tras día.
Incluso en invierno, su olor permanecía intacto. A pesar del frío y la lluvia, uno volvía a la playa gracias a él.

Camisas planchadas


- Un hombre que no sabe planchar sus camisas está predestinado al fracaso - pensó ella mientras colgaba la ropa. 
Aquel mínimo detalle hizo que no sintiera la lástima que solía sentir por él. 
Sacudió una de las camisetas para quitarle las arrugas de la lavadora y la colgó junto a un par de calcetines blancos y unos calzoncillos gastados. 
Vio que la camiseta tenía un agujero y maldijo en silencio por tener que remendarlo luego. 
La cuestión era, volviendo al pensamiento de la camisa, que él siempre se quejaba de lo dura que era su vida: las horas que trabajaba, lo incompetentes que eran sus compañeros, su empresa, todo. Siembre había un motivo de queja preparado en su boca. 
¡Cómo si ella no tuviera suficiente problemas! Su vida también era dura, quizás más que la suya, aunque él no fuera capaz de verlo. 
En ese mismo instante sus piernas a penas la sujetaban, como consecuencia de pasarse una hora de pie en el metro abarrotado. Y sin embargo, ahí estaba. Haciendo su trabajo y sin que una mapa palabra saliera de su boca. 
Al principio creía en lo que él le decía. No eran quejas infundadas, pero el simple detalle de las camisas le hizo replanteárselo. Alguien que no se preocupa de planchar sus camisas denota una falta de interés por su apariencia, por los pequeños detalles. 
Aplicando esa observación a su trabajo ¿cómo se comportaría en realidad? Puede que el motivo de su estrés o de las horas que tenía que meter en la oficina no se debieran más que a él. 
Entonces sonrió con condescendencia. Él, tan dado a repartir consejos no solicitados y a solucionar con tanta facilidad las vidas de los demás, tal vez debiera seguir sus propios consejos. 
Una vez más se reafirmó en lo que siempre había pensado: aunque él lo creyera así, no estaba por encima suyo, si acaso, por debajo.  

Rojo



El rojo era definitivamente su color.

No había lugar a dudas. Rojo era su vestido de satén en medio de la penumbra de la sala de baile. Rojo era el único color que se distinguía entre los bailarines de smoking. Rojos eran sus labios que resaltaban en su piel blanca como la nieve, casi imposible, y sus cabello negro. Una Blancanieves sensual.

Era ese rouge Chanel que siempre llevaba y que enmarcaba la mueca de desdén que dejó escapar al verme.

Con una rabiosa suavidad se acercó a mí y sus uñas, rojas, garras sangrientas, me agarraron del brazo arrastrándome al centro de la pista mientras lo demasiado esbeltos hombres se abrían en pasillo. Era como una presa anestesiada, demasiado débil para luchar, de un animal salvaje de la jungla.

Y su vestido, rojo, rojo, rojo, flotaba a cámara lenta ante mí, y yo me dejaba hacer. Hipnotizado por aquella llama de fuego hecha mujer, igual de ardiente, igual de peligrosa.

Al llegar al centro se giró, me tomó dispuesta a bailer y me miró a los ojos.

Nos observamos durante unos segundos, unas horas.

Eran aquellos ojos, donde incluso se intuía, un brillo escarlata. En su mirada de odio, de ira.

Y al ritmo de la música que tocaba un polvoriento quinteto bailamos ella y yo, agarrados, pegados el uno al otro casi con violencia. Y yo me diluía en ella, en su color, sin escapatoria posible.

Al son de aquel tango de La Cumparsita.



La sastrería Cortés


La sastrería Cortés era uno de esos comercios inherentes a la personalidad y la cultura popular de la ciudad. Un establecimiento que se había ganado el preciso título de ser “de toda la vida”.

Cualquiera de las generaciones de la ciudad era capaz de dar la dirección exacta del lugar. No por nada habían pasado infinidad de veces por delante de su escaparate, ornado con una maqueta de un antiguo velero y telas de tweed falsamente desordenadas. Había algo en su madera oscura y en la sencilla moqueta que le daba al local un aire de clásica atemporalidad que todo el mundo, en mayor o menor medida, era capaz de apreciar.

Rezumaba esa elegancia que evitaba que la sastrería Cortés pudiera ser considerada anticuada o incluso demodé (términos similares pero no iguales). Un lugar que probaba la ya manida regla de que, el buen gusto, nunca pasa de moda.  

El taller tras la ventana


Las mejores vistas de la casa eran las que daban al patio. A menudo se sentaba en la cocina con la única compañía de una taza de té y observaba a través de las atareadas ventanas cómo llegaban rollos de tela, para luego ser extendidas sobre una mesa y cortadas según unos bien pensados patrones. El alegre resonar de las máquinas de coser al unir con esmero las piezas, hacían innecesaria cualquier tipo de música. 
En cierto modo, aquel taller mostraba el paso de las estaciones con la misma, si no más exactitud que los árboles que otros observan desde sus ventanas más pudientes. 
Al igual que anochece más tarde al acercarse la fiesta de San Juan, las luces del taller se extinguían cada vez más tarde ante la proximidad de la semana de la moda. 
El invierno y el verano lo marcaban los estáticos maniquies, y se sabía cuándo empezar a sacar la ropa de invierno al verlos con más o menos tela encima. 
Tras muchas horas observando, a veces de pasada al ir a la nevera, otras, dedicadas en exclusiva, la observadora incluso se permitía algún comentario con gesto de cabeza incluido. Si bien, siempre en voz baja. Por respeto. 
- Mangas abullonadas. Una elección deplorable... absolutamente deplorable -decía con pesar -. Aunque el color es bonito.
Sentía tanto cariño y curiosidad por aquel taller que un día bajó a la calle dispuesta a encontrar la entrada a aquel taller oculto en un patio de Paris.