La sastrería Cortés
era uno de esos comercios inherentes a la personalidad y la cultura
popular de la ciudad. Un establecimiento que se había ganado el
preciso título de ser “de toda la vida”.
Cualquiera de las
generaciones de la ciudad era capaz de dar la dirección exacta del
lugar. No por nada habían pasado infinidad de veces por delante de
su escaparate, ornado con una maqueta de un antiguo velero y telas de
tweed falsamente desordenadas. Había algo en su madera oscura y en
la sencilla moqueta que le daba al local un aire de clásica
atemporalidad que todo el mundo, en mayor o menor medida, era capaz
de apreciar.
Rezumaba esa
elegancia que evitaba que la sastrería Cortés pudiera ser
considerada anticuada o incluso demodé (términos similares pero no
iguales). Un lugar que probaba la ya manida regla de que, el buen
gusto, nunca pasa de moda.